miércoles, 17 de febrero de 2016

CUENTO PARA EL 14 DE FEBRERO

Este es otro cuento juvenil de los que se publicaron en el suplemento Letras para llevar de la gaceta nicolaita que se desarrollaron en el taller Maquinaria de Historias, se llama El sueño de la vida escrito por Judith Cristina Mendoza Ortiz. Ojala lo leas todo.

Ya hemos llegado por fin, hoy se presenta una obra de teatro poco conocida por muchos, pero bastante conocida por mí. Me doy cuenta inmediatamente que ya casi se dará la tercera y última llamada. Es cuando veo a mi alrededor; de fondo se puede apreciar un inmenso lago puro y natural, en cuyas cristalinas aguas se refleja el manto estrellado del cielo nocturno y, justo en el centro, si prestas atención, se puede distinguir la luna creciente. Su reflejo se ve tan real que capta mi atención rápidamente. Acompañando éste tan espectacular, se escucha la orquesta ensayando: preparan los violines los encantadores grillos saltarines, la brisa practica con las hojas del jazmín la armónica y arpa, por supuesto que tampoco faltan los tambores de los sapos con sus gruesas voces. Las luciérnagas, con la ayuda de las estrellas, revisan la iluminación. Todo parece un sueño...

Cuando menos lo espero, da la tercera llamada y tan esperada llamada una simpática gaviota. Estamos todos un poco nerviosos, aunque el más pequeño aún no logra entender la razón de estar aquí, creo que él piensa que estamos en el circo o algo parecido. Todo se oscurece, tan sólo se escucha la melodiosa voz de un cuervo a la distancia, mientras la luna ilumina el centro del lago, donde aparece una de las protagonistas del primer acto:

Una niña que distingo desde el primer momento en que la veo; cabello negro y largo como el infinito y misterioso universo, blanca como la leche, ojos oscuros y una sonrisa encantadora, a pesar de tener los dientes ligeramente torcidos. Mi corazón se acelera al haberla reconocido: Dafne. Es una dulce e inocente niña de nueve años, la edad en que la conocí. Y cuando recuerdo esto, pienso en el pequeño que ha venido a ver la obra, de tal manera, vuelvo la vista hacia él: está atónito, sin despegar sus ojos de las piernas delgaduchas y ligeras de Dafne, bailando al ritmo de las notas que produce la orquesta. El pequeño Arturo tiene un brillo de vergüenza y emoción en sus tiernos ojos, y es que aún no entiende porqué la niña de la que está enamorado, se encuentra aquí. El resto de nosotros distingue dicho brillo, puesto que la hemos reconocido, sin embargo, en el momento que estamos ahora, ya no la amamos.

De repente, aparece a su lado otra hermosa joven, con los atractivos que tiene y siempre tuvo. Es la inigualable Natalia: cabello rubio y rizado como los rayos del sol en verano, piel bronceada con unas cuantas pecas, labios carnosos, rosados y ojos dorados. También baila como Dafne pero de una manera más ágil y seductora. Muy rápido la he reconocido, ya que a los diecisiete años tienes ese amor inmaduro, al que todos llamamos el primer amor. Mis ojos se dirigen al Arturo adolescente, su mirada está absorta en Natalia, no desea perder pista de ninguno de sus movimientos. Él piensa que es un ángel caído del cielo, que no hay otra mujer que logre amar tanto como a ella. Y sin pensarlo más, se ha levantado de su asiento porque ha decidido ir a bailar con su amor, y así lo logra junto con el pequeño Arturo; bailan con sus doncellas como si no hubiera otra noche para hacerlo, aunque no se equivocan del todo, no hay otra noche...

Se cierran entonces el telón y desaparecen los protagonistas del primer acto. Un primer acto dulce, inocente e inmaduro. Donde el amor de niño demuestra ser el más transparente, y el amor de adolescente demuestra ser ciego.

Comienza el segundo acto, sobre el lago aparece sentada la primera protagonista. No baila ni gira sobre sí misma, tan sólo está sentada mirando las estrellas. Distingo su cabello castaño y lacio como la tierra mojada, su piel ligeramente morena, una sonrisa reservada y ojos cafés. Es la encantadora y soñadora Mariana. Su cabello es movido por la fría brisa, y sus ojos tan profundos brillan como dos lunas en el cielo. ella, mi verdadero primer amor,  no Natalia ni Dafne. Ella era tan intrépida y divertida, tan dramática y fantasiosa. La amé desde el inicio de mis veinticinco años, y es por eso que no culpo a mi recuerdo de esa edad el tener en su rostro una expresión de asombro cuando la ha visto...

Muy cerca de ella ha aparecido la mujer que me hizo tocar el cielo estando en la tierra. Una mujer mayor que yo. Era mi vecina cuando yo tenia treinta y tres años... De manos suaves y espíritu fuerte, me enseño que el amor va más allá del placer carnal; una mujer que ame con locura y pasión: Susana. Mi musa de cabello ondulado con algunas canas, con piel arrugada ligeramente pero tan blanca como una hoja de papel, con los ojos azules que hacían que me perdiera en ellos cada anochecer, pero, sobre todo, era mi musa elegante y recatada que robaba miradas y suspiros de todos los hombres. Arturo, de treinta y tres años, ha perdido el aliento cuando la ve leyendo "Las batallas en el desierto", y así, desesperado, ha corrido junto a ella. La ama y no puede evitarlo, y al igual que él, Arturo de veinticinco años ha ido a sentarse al lado de Mariana, para darle un dulce beso que durará el resto de la noche.

Mientras aprecio el segundo acto, recuerdo que con Mariana por primera vez experimenté lo que era un amor placentero y apasionado, un amor donde el sexo dejaba de ser tal, para convertirse en "hacer el amor". Con ella pude darme cuenta que el amor no tiene límite alguno, si te lo permites y confías. Y con Susana pude sentir lo que es el amor maduro, ese que va más allá de lo carnal. Con ella aprendí que el amor también es reflexivo y sin ataduras de nada. 

Terminó el segundo acto, y con él han desaparecido Susana y Mariana, no dejo de pensar en cuántas mujeres han llegado a mi vida, y de la misma forma en que vinieron, se fueron. Sin embargo, de todas aprendí algo diferente: algo que no podré explicar nunca.

Finalmente, el tercer acto ha comenzado... Y con él aparece caminando sobre el mágico lago una mujer joven de espíritu pero con muchas canas en el cabello pelirrojo, como peligrosas llamas. Sus ojos verdes y amorosos miran la luna creciente, mientras el viento sopla su vestido. Sería un pecado decir que no reconozco a esa mujer: Catarina. Un amor que me enseñó que no importa la edad, porque puedes divertirte al máximo con el ser amado. La conocí en un café, y a pesar de ser un hombre de cincuenta y un años, ella aceptó que le invitara un expreso después de haberse terminado su capuchino; fue un amor espontáneo y a la vez, duradero. Con ella estuve hasta su muerte, jamás olvidaré su fortaleza, felicidad y dulzura. Mi Catarina... Ahora veo cómo Arturo, de cincuenta y un años, va hacia ella, se alejan juntos tomados de la mano.

Me he quedado solo, un hombre de setenta y siete años que piensa en los gloriosos amores que tuvo. Sin embargo, ahora creo que si ya ha concluido la obra, es tiempo de partir a los brazos de la muerte, pues no hay otra mujer que pueda llegar. De tal forma, estoy decidido a marcharme por el sendero de girasoles y margaritas cuando, sorprendentemente, aparece una silueta angelical en el lago. Una mujer sonriente, de piel clara como la luna, con el distinguido lunar debajo de su ojo izquierdo, con su cabello blanco como la nieve de diciembre y ojos grises. Me quedo sin habla: mi madre. La primera mujer que me amó sin condición alguna. La primera mujer que me aceptó tal como yo era, son objeciones. La mujer que estuvo ahí para mí; poniendo pomada a mis raspones, secando mis lágrimas del corazón roto, dándome abrazos y besos a cualquier edad. La mujer que jamás me abandonó, a pesar de haberse ido al paraíso una década atrás... Mi madre, la misma que viene a mí para abrazarme nuevamente. Durante ese abrazo, me doy cuenta que no hay mejor amor dulce e ingenuo, primer amor, amor placentero, amor reflexivo, amor ilimitado y divertido como el de la mujer que siempre te amará: tu madre.

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