Las abuelas son sabias y para
muestra basta un botón: “el valiente vive hasta que el cobarde quiere”.
Muchos de nosotros (“los
cobardes”) preferimos “llevar la fiesta en paz” antes de provocar un conflicto,
esperando que nuestras acciones hagan saber o entender a la otra persona que lo
que hace no está del todo bien o que al menos está afectando intereses ajenos.
Ese “valiente”, no siempre es el
típico tirano que a la fuerza hace valer lo que dice (que todavía los hay en
estos tiempos), también existe el que te crea culpa para que asumas que tu eres
el del problema y el está en lo correcto, o que le “des una mano” para librar
el lio en que se metió por cuenta propia.
Las situaciones que se viven en
este tipo de ambiente se repiten tanto que llegan a convertirse en una rutina
donde se puede asumir que todo está bien tal cual esta y que no se requieren
cambios, esto aun estando consciente que no es del todo cierto.
Ejemplos hay demasiados, sobre
todo en el ambiente laboral, tanto de jefes “valientes” en exceso hasta
empleados “cobardes” que les gusta serlo.
Y aquí es donde entre la culpa.
El sentimiento de culpa es una de las emociones más destructivas, y la
mayoría de las personas la experimentan en mayor o menor grado, tanto si es por
algo que ha hecho como por algo que no ha sido capaz de hacer.
La predisposición a sentirnos culpables, como consecuencia a ser “cobardes”,
puede haberse originado en la infancia,
especialmente si tenía el tipo de padres o profesores que hacían sentir culpables
por cada falta, por pequeña que fuera.
Cuando crecemos y empezamos a tomar
conciencia de nuestros actos o palabras ahí entra en juego otra situación no
medimos las consecuencias de lo que hacemos, la pubertad nos trae el cerebro al
1000% para irnos de “pinta”, probar el cigarro y/o cerveza. Pero ¿qué pasa
cuando llegas a tu casa? El regaño de los padres y la famosa culpa aparece de
nuevo.
Luego comienzan las relaciones de pareja, las situaciones que vamos
viviendo y aprendemos a manipular para hacer sentir culpable a el/ella, por no
habernos llamado, por no pensar primero en nosotros, por ser tan celosa, y por
mil cosas. Las lagrimas, los enojos, la “ley del hielo” son ideales para
crearles el sentimiento de culpa y hagan todo lo posible por arreglar lo que no
está bien.
En el ambiente laboral la culpa aparece de nuevo. Cuantas veces tu jefe no
te ha hecho dueñ@ de sus errores y te pide solucionarlo so pena de empezar a
tomar medidas radicales. Pero aquí entra en juego algo mas, es tu trabajo y tu ingreso,
no puedes hacer como con el novio que le sueltas las lagrimitas y te pide perdón
no, aquí es algo mas lo que pones en riesgo si no aceptas la culpa de alguien más. Es
dejar que el “valiente” siga viviendo. Hasta que te armas de valor y decides
dejar algo que no te conviene para buscar lo que permita revalorarte y, por
supuesto, encontrarlo.
Es evidente que hemos cometido errores en el pasado, como todo el mundo.
Todos podemos recordar acciones que desearíamos no haber hecho o palabras que
preferiríamos no haber pronunciado. Recordar los errores del pasado es útil
sólo cuando aprendemos de ellos. Mirar atrás para aumentar el sentimiento de
culpa supone un gran derroche de energía. Sería mucho mejor darle la vuelta a
esa energía y emplearla para algún propósito más positivo. Como el dejar de
ser “cobardes” y empezar a tomar
decisiones que sean en nuestro beneficio, principalmente, sin afectar los
intereses de los demás.
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